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Prueba del Opel Monza 3.0 GSE: músculo alemán con nombre italiano

Qué tiempos aquellos en los que se veían en nuestras calles berlinas de genética deportiva como el Opel Monza.

Nuestro protagonista nos recibe con gesto serio, muy alemán. Diseño sobrio, grandes faros y algún detalle que nos dice que tiene un lado canalla, como el faldón delantero con los antiniebla integrados o el pequeño spoiler sobre el portón trasero. Me sorprende la longitud. Incluso siendo 12 centímetros más corto que su hermano de cuatro puertas, el Senator (con el que comparte diseño interior y mecánica), roza los 4,7 metros. Coupé elegante y con buena presencia.

Cuadrado y anguloso, como corresponde a un buen ochentero aunque, siendo precisos, el modelo se presentó en casa, en el Salón de Frankfurt de 1977, para entrar en producción a partir de febrero de 1978. Hubo dos series claramente diferenciadas por su aspecto exterior y pequeños detalles de evolución dentro de cada una de ellas. Pero, a grandes rasgos, existieron dos durante los ocho años que estuvo en el mercado. Esta unidad corresponde a la segunda y última hornada.

En la distancia corta descubro nuevos detalles que me gustan y me animan a imaginarme conduciéndolo: las llantas de aleación negras dejan ver cuatro discos, los delanteros son ventilados. “Aquí hay tela que cortar”, pienso. En breve lo compruebo, antes sigo echando un vistazo a lo que tengo delante.

Leo: “Monza” y “GSE” en la trasera, las siglas del acabado tope de gama también resaltan sobre el negro capó delantero. Lo reconozco, me estoy viniendo arriba a medida que este Opel y yo nos vamos conociendo.

Espacio y tecnología

Me asomo al interior. Amplio, sin las estrecheces que se presuponen a una carrocería dos puertas. El asiento del conductor es soberbio. Podría medir tres metros de alto y encontrar la posición perfecta detrás del volante. Banqueta con regulación longitudinal y de altura. Respaldo abatible. Me acomodo. Miro atrás y veo un sillón de 2 plazas que no escatiman en anchura. La brusca caída del techo tras el pilar B puede ser un inconveniente para los pasajeros más grandes, mientras que el espacio para las piernas y la longitud del asiento son buenas. Si no se tumban mucho los respaldos delanteros hay suficiente sitio para las rodillas.

El tamaño del volante forrado en cuero intimida para las gamberradas que estoy pensando hacer. Pero aún es pronto para sacar este tipo de conclusiones. Detrás de él no hay agujas. Un cuadro de relojes digital que me recuerda al que veía Michael Knight en su Pontiac hablador. Me gusta, pero echo de menos uno de esos indiscretos velocímetros a los que todos nos asomábamos de niños para ver lo que se podía esperar del coche. No es una crítica, sólo un apunte romántico.

En su momento, este Opel Monza fue el modelo más rápido fabricado en la historia de la marca, con una velocidad punta de 215 km/h, así que una aguja tarada hasta los 250 también le habría venido como anillo al dedo. Pero no es el caso, porque estamos en los años en los que el fabricante apostó por el diseño futurista y la tecnología para los salpicaderos en sus modelos de gama alta. La consola central está orientada hacia el conductor, para que recuerde que él es el protagonista y le quede todo a mano. Cinturón de seguridad, arranco y nos vamos.

Su lado italiano

Nuestros primeros kilómetros son extraños. Es como cuando te presentan a una persona y, después del apretón de manos, no fluye la conversación. Sin embargo, no me siento incómodo, todo lo contrario. Es familiar, confortable, fácil.

Me trago mis anteriores palabras con respecto al volante, pues su tacto es preciso, directo y suave. Perfecto. Una dirección asistida sublime teniendo en cuenta que fue fabricada hace 30 años. La caja de cambios de 5 velocidades (Getrag 265) no se queda atrás en su calidad y funcionamiento. Desarrollos exactos, recorridos cortos y engranajes sin titubeos.

El Monza y yo rompemos el hielo en nuestra primera salida a autopista. Bajo marcha, piso fuerte y, a partir de las 4.000 rpm, me encuentro sentado en un coche completamente diferente al que estaba conduciendo hasta ahora. Noto cada uno de los 180 CV que salen del 6 cilindros en línea que hay bajo el capó delantero y que mueven las ruedas traseras.

El motor se despierta, brama y empieza a tirar de mí hacia adelante pidiendo más guerra. Meto quinta y piso con la sensación de que podría ir a 300 km/h. No es el caso, pero hace rato que he olvidado esa primera mirada aburrida que me dedicó el Monza en estático. Es imposible ir despacio con él, me niego. Y sé que voy gastando más de 14 litros de gasolina cada 100 kilómetros. Posiblemente 15 ó 16. Da igual. Como si son 20.

Sigo sorprendido con la precisión de la dirección, que incluso aguanta soldada a la trazada cuando la carrocería balancea en las curvas de radio amplio y apoyo largo. Ésas se le atragantan un poco a una suspensión más confortable en recta que efectiva en curva. Es blanda, pero no se llega a descolocar y así llegamos a la montaña.

Diversión asegurada

Empiezo a trabajar con el embrague. Subo y bajo hierros de segunda a tercera y, entre tanto, descubro otro de sus puntos fuertes: los frenos. Muerden y te sacan del asiento con contundencia y sólo desfallecen por temperatura cuando el número de repeticiones empieza a ser alto para detener los 1.400 kilos del Monza.

Me sorprende que, cuando la carretera se retuerce, no se noten tanto los balanceos de la autopista. Se agradece la dureza de los amortiguadores en los cambios de apoyo rápidos y el coche es más ágil de lo que una batalla de 2,6 metros nos podría hacer pensar.

Va siempre en su sitio en las frenadas y curvas, con tendencia a subvirar, lo que nos obliga a ser más agresivos en la entrada del giro para sacar el jugo al eje trasero a golpe de gas. Corono el puerto entusiasmado y paro para darnos un respiro.

Bajo del coche y pienso en ejecutivos alemanes de 1985 con más ganas de conducir que de aparentar. Creo que Opel lo bordó en su día con este coche. No sé si lo hicieron pensando en el nombre o pensaron el nombre después de hacerlo, pero teniendo en cuenta que Monza es lo único italiano que tiene y que está hecho con el máximo rigor germano, transmite tanta pasión que, si me preguntan después de haberlo probado, pondría en duda su paternidad.

Conclusión

Un alemán con nombre italiano que me ha sorprendido. Es como llamar a Schumacher “Michelangelo”. La calidad, la perfección y la sobriedad de un automóvil hecho en Rüsselsheim que, sin embargo, desprende la pasión de un galán transalpino. El Monza es un coupé sorprendente por lo bien que va, lo que corre y esas emociones que transmite si se le buscan los límites.

Texto: José Armando Gómez /Fotos: Paloma Soria

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